CAPÍTULO 9: SILENCIO

Sí, has leído bien, es el capítulo 9. Faltan el 2, el 6, el 7 y el 8. Voy dejando capítulos sin publicar. 

Como escribo lo que me da la gana pues hay capítulos de mi vida que no quiero escribir, los capítulos pares. Yo, Marina Pessoa odio los números pares, se pueden dividir hasta quedar reducidos a "dos" y yo, Marina Pessoa odio lo binario. Soy "no binaria", en todos los sentidos. Además, para mí los números pares son de derechas. Mis capítulos pares son conservadores. Estoy segura de que mis tendencias conservadoras son contribución genética de mi familia biológica. ¡Ojalá supiera cómo era mi familia biológica! Lo único que tengo de ella es la pulsera, bueno la tenía, ya no la tengo.

¡Esa pulsera! El único dato que tenía de mi familia. La única pista, el único lazo. En el orfanato la tenía dentro de una cajita de chocolatinas. La miraba todas las tardes. Era yo, yo, Marina Pessoa, encerrada en una cajita de chocolatinas. Solo podría usarla cuando fuera mayor de edad. Órdenes del orfanato.

Y con 18 años, llegó la mayoría de edad, y salimos del orfanato. Nos echaban. Empezaba la vida real. Mientras mis compañeras del Instituto estaban histéricas con las pruebas de acceso a la Universidad, mis hermanas huérfanas y yo empezábamos emocionadas una vida con entorno familiar. Era ficticio, por supuesto, pero nos ayudaba a alcanzar madurez emocional, eso pensábamos entonces. 

Nos fuimos a un piso, tutelado, claro. Lo tutelaban unas señoras monísimas a las que yo odiaba. No soportaba su condescendencia, su caridad. ¡Esa generosa beatitud con nosotras! "Las menestorosas" nos llamaban, les encantaban las palabrejas. Y yo, Marina Pessoa, las llamaba a ellas las Jacintas...  Galdós, que rondaba entonces por mi cabeza.

Esos años de convivencia en el piso de la calle Laureles determinó mi carácter. ¡Qué coño mi carácter! Me determinó a mí. Me convertí en algo muy raro. En apariencia yo era un león o una pantera, por mis melenas y mi salvajismo. Y no solo en apariencia también en esencia. Si, lo afirmo, definitivamente yo era una pantera. Pero domada. Yo, Marina Pessoa, venía medio muerta por dentro, el orfanato de la Fuencisla (ahora una ONG) había congelado mi naturaleza de felina a fuerza de autocensura y represión. Una pantera medio muerta, y otros cuatro semicadáveres comenzamos a compartir piso. 

Elena, Mª Jesús y yo acabábamos de cumplir los 18, estudiábamos por la mañana y trabajábamos por la tarde en el orfanato. Nos usaban de mano de obra barata, limpiábamos, cocinábamos, hacíamos la huerta, cosíamos etc. Cinco horas de nuestras tardes. De lunes a sábado. El domingo descansábamos. Era un intercambio, las Jacintas nos dejaban vivir en el piso y nos pagaban la universidad. A Fiona y a Teresa, como eran malas estudiantes, les buscaron trabajo en una conservera. Se quedaban con la mitad de su sueldo en concepto de alquiler. Los domingos por la tarde Teresa y Fiona nos invitaban a merendar. Éramos una familia, disfuncional, pero familia.

Nadie nos había enseñado a relacionarnos. El orfanato no tenía tiempo para la educación y no habíamos oído hablar de inteligencia emocional ni de inteligencia interpersonal, no se hablaba de la inteligencia en ninguno de sus aspectos. El mantra "si te portas bien, todo te irá bien", y "si te portas mal, todo te irá mal" era la ley de aquella selva. BIEN era obediencia  y MAL, desobediencia. Todo era sencillo en aquel lugar.

La convivencia era pues, obedecer. Educadas para castrar nuestros impulsos y cumplir los impulsos ajenos. (¡Qué asco de sociedad!) Cuando nos fuimos a nuestra propia casa las cinco pensamos que ahora seríamos nosotras las que exigiríamos obediencia. Y nos convertimos en castradoras de las demás. Las peleas eran bestiales. No había tregua. Peleábamos en cualquier lugar, a cualquier hora, por cualquier cosa y ante cualquiera que estuviera allí. Teresa, Mª Jesús, Elena y Fiona lo tenían claro, la obediencia tenía que ser a ellas.  Yo, entre mi fiereza domada y que ya había empezado a fumar porros sufría una especie de parada cerebral y no alcanzaba a considerar a quién tenía que rendir "obediencia", si a mí o a las otras. Intentaba portarme bien y ahí venía el lío. Si cumplía con Teresa que me ordenaba limpiar el baño, desobedecía a Mº Jesús que me ordenaba que le explicara matemáticas y a Elena que me obligaba a entrenar al baloncesto, y a Fiona que no paraba de mandarme copiar letras de canciones. Peleas constantes. Traté de obedecerlas, a las cuatro. Si entraba en las peleas, solo obtenía enemigos. No lo podía soportar, yo quería ser buena.

Elena, Mª Jesús, Teresa y Fiona explotaron, inevitable. Y yo, Marina Pessoa, no exploté. Yo, Marina Pessoa implosioné. Y caí en el silencio. Sí. Silencio total. Voluntario y aniquilador.

Decidí callar y decidí también no oír. Y ... descubrí el poder del silencio. Silencio de ida y silencio de vuelta.

Me costó mucho. Cada vez que surgía un conflicto, tenía que callar y dejar de oír. Voluntariamente. Me metía en mi habitación, era el único recurso posible. Me acostaba en la cama boca abajo, intentando bloquear cualquier contacto de mis sentidos con la realidad. Abría la cajita de las chocolatinas y miraba mi pulsera... me sostenía, daba sentido a mi silencio, al fin y al cabo yo era alguien.

Vivía un mundo paralelo. Ajeno a las peleas y a la vida cotidiana. Fue mi gran evasión. Y nadie se dio cuenta. Al menos las tres primeras semanas. Mis compañeras, entretenidas en sus propias peleas, empezaron a pensar que yo, Marina Pessoa tenía una depresión. Me dejaron. Era cómodo para todas. Habían disminuido los conflictos un 20%.

Decidí continuar. Durante meses no hablé. No le comuniqué a nadie mi decisión, por supuesto.

Ahondé en mi silencio. Al principio callaba sin más, pero estaba con ellas, luego no. Volvía de clase, cumplía con mis tareas personales, no hablaba, no preguntaba, no contestaba, ni siquiera saludaba.

Un día abrí la cajita de chocolatinas y me puse la pulsera. Fue un acto mágico, de valentía extrema. Extendí mi silencio, a la vida exterior, a la Facultad, al orfanato. Mi vida era silencio y soledad. La pulsera, yo, Marina Pessoa ya no estaría encerrada nunca más. Y entonces, las demás se dieron cuenta. Habían pasado tres meses.  Me creyeron enferma, me llevaron con nuestras benefactoras. No abrí la boca. Me costaba no entrar en la comunicación, me pedían gestos, "di si con la cabeza, o no". No sé como lo conseguí, pero no me comuniqué.

Las Jacintas me llevaron al médico. Análisis de sangre, radiografías, una placa de tórax, un electro, un tag y al no encontrar nada raro, el médico concertó una consulta con un psiquiatra amigo suyo.  Tras analizar los datos decidió que yo, Marina Pessoa, estaba enferma del alma. 

Me pareció un diagnóstico brillante.  "Lástima, dijo, esto no tiene cura".

El médico informó a nuestras benefactoras: "Bajo ningún concepto se le puede disgustar o llevar la contraria", había riesgo de empeoramiento y probable caída en un ostracismo irreversible. Debía quedarme en el piso encerrada sin ir a clase ni a trabajar, estaba enferma. Me convertí en dueña y señora del piso de la calle Laureles.

El tratamiento sería revisado a los 6 meses. Aguanté cuatro meses más callada y ausente. Pero al quinto enloquecí de verdad y tuve que dejar el piso. 

Me internaron en un hospital de beneficencia psiquiátrico. Tres años. Mi única amiga, la razón de mi vida, mi apoyo incondicional fue la pulsera que llevaba en mi muñeca,

¡Me cago en...! y ahora no la tengo...

¡MI PULSERA! ¡MI PULSERA! ¡MI PULSERA!¿DÓNDE ESTÁ MI PULSERA?



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